martes, julio 31, 2007

Es un pobre idiota, un inútil zángano al que pocas veces puede vérselo mejor de lo que permiten sus persianas. Siempre encerrado, perdido en aquella casa tan cercana como difícil de recordar por dentro. ¿Cuanto tiempo pasó desde la última vez que me invitaron a pasar por motivo alguno? Dicen que empapelaron los dormitorios.
Sus apariciones mirando por las ventanas son casi tan perturbadoras como al momento de desaparecer de éstas. Estar en la calle y observar cómo se pierde de vista dentro de la casa no disminuye su presencia, más bien, la reafirma; es inevitable personificar la casa y huirle, pues mira y escucha, quieta, rígida, pero indudablemente viva.
Lo que recuerdo de su dormitorio, de la época en que él era solo un niño tímido y callado, es algo difuso. Una cama, una gran cajonera y unas repisas, una áspera alfombra verde y un empapelado muy desgastado de algún tono verde oliva, creo yo. Y la cartuchera de lata, verde. No logró esconderla de mi vista; estaba cerrada cuando entré, pero su cara se tornó tan verde como ésta de sólo verla, de conocer su existencia. Ni quiero enterarme de qué guarda allí ni desde cuándo lo hace. Sólo un niño perverso puede tener algo que esconder a tan temprana edad. Lo sombrío deja de serlo al salir a la luz, y él ha elegido ser así.